Un día llegará en que en determinado momento un médico comprobará que mi cerebro ha dejado de funcionar y que, definitivamente, mi vida en este mundo ha llegado a su término.
Cuando tal cosa ocurra, no intentéis infundirle a mi cuerpo una vida artificial con ayuda de alguna máquina, y no digáis que me hallo en mi lecho de muerte.
Estaré en mi Lecho de Vida, y ved que éste, mi cuerpo, sea retirado para contribuir a que otros seres humanos hagan una mejor vida.
Dad mis ojos al desdichado que jamás haya contemplado el amanecer, que no haya visto el rostro de un niño; mi corazón a alguna persona a quien el propio, sólo le haya valido interminables días de sufrimiento.
Mi sangre dadla al adolescente rescatado de su automóvil en ruinas, a fin de que pueda vivir hasta ver a sus nietos retozando a su lado. Dad mis riñones al enfermo que debe recurrir a una máquina para vivir de una semana a otra.
Para que un niño lisiado pueda andar, tomad la totalidad de mis huesos, todos mis músculos, las fibras y nervios de todo mi cuerpo.
Hurgad en todos los rincones de mi cerebro. Si es necesario tomad mis células y haced que se desarrollen, de modo que algún día un chico sin habla, logre gritar con entusiasmo al ver un gol y que una muchachita sorda pueda oír el repiquetear de la lluvia en los cristales de la ventana.
Lo que quede de mi cuerpo entregadlo al fuego, y lanzad las cenizas al viento para contribuir al crecimiento de las flores.
Si algo habéis de enterrar, que sean mis errores, mis flaquezas y todos mis prejuicios contra mi prójimo.
Si acaso quisierais recordarme, hacedlo con una buena obra y diciendo alguna palabra bondadosa a quien tenga necesidad de vosotros.
Si hacéis todo esto que os pido, viviré eternamente.