Una broma del maestro

 

Con frecuencia el ser humano ordinario, en su ceguera espiritual, no reconoce al verdadero maestro. Sólo un discípulo sincero reconoce al maestro sincero.
Porque hay muy pocos aspirantes sinceros, cada día quizá hay menos maestros sinceros.
A veces la gente incluso se permite querer equivocar al verdadero maestro o ridiculizarle. Pero el maestro, desde su estado de ecuanimidad, nunca sentirá ridículo y aún si conviene sabrá darle la vuelta a la estratagema. Así es la historia que sigue.

Había en el pueblo un hombre santo que a los aldeanos les parecía, por un lado, una persona interesante y, por otro, un extravagante.

El caso es que le pidieron que les predicase. El hombre aceptó y el día que se reunieron para hablarles intuyó que los asistentes no eran sinceros en su actitud, y les preguntó:
-Amigos, ¿saben de lo que les voy a hablar?
-No -respondieron los aldeanos.
-En ese caso -agregó el hombre santo- no voy a decirles nada. Son tan ignorantes que de nada podría hablarles que mereciera la pena. En tanto no sepan de qué voy a hablarles, no les hablaré.

Los asistentes, avergonzados y desconcertados, marcharon a sus casas. Se reunieron al día siguiente y decidieron reclamar otra vez las palabras del maestro.
El hombre santo se reunió nuevamente con los aldeanos. Les preguntó:
-¿Sabéis de lo que voy a hablaros?
Los aldeanos estaban ahora preparados y respondieron:
-Sí, lo sabemos.
-Siendo así -añadió el maestro- no tengo nada que deciros, porque ya lo sabéis. Que paséis buena noche, amigos.

Los aldeanos estaban irritados. No se dieron por vencidos. Una vez más reclamaron la predicación del hombre que consideraban un extravagante.
-¿Sabéis de lo que voy a hablaros?

Los aldeanos ya habían estudiado su respuesta, confiando en que esta vez obligarían al hombre a hablar. Contestaron:
-Algunos lo sabemos y otros no.
El hombre santo repuso:
-Muy bien. En tal caso los que saben que transmitan su conocimiento a los que no saben.
Y abandonó la sala y se retiró al solitario bosque, donde no residía tanta estupidez.

 

Jorge Bucay

 

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