Vivía en Bagdad un comerciante llamado Zaguir.
Hombre culto y juicioso, tenía un joven sirviente, Ahmed, a quien apreciaba mucho.
Un día, mientras Ahmed paseaba por el mercado de tenderete en tenderete, se encontró con la Muerte que le miraba con una mueca extraña. Asustado, echó a correr y no se detuvo hasta llegar a casa.
Una vez allí le contó a su señor lo ocurrido y le pidió un caballo diciendo que se iría a Samarra, donde tenía unos parientes, para de ese modo escapar de la Muerte.
Zaguir no tuvo inconveniente en prestarle el caballo más veloz de su cuadra y se despidió diciéndole que si forzaba un poco la montura podría llegar a Samarra esa misma noche.
Cuando Ahmed se hubo marchado, Zaguir se dirigió al mercado y al poco rato encontró a la Muerte paseando por los bazares.
“¿Por qué has asustado a mi sirviente?” – preguntó a la Muerte –. Tarde o temprano te lo has de llevar, déjalo tranquilo mientras tanto”.
“No era mi intención asustarlo – se excusó ella -, pero no pude ocultar la sorpresa que me causó verlo aquí, pues esta noche tengo una cita con él en Samarra.