Un simple peón

 

Cuando lo colocaban en el tablero despertándolo de su letargo ya estaban allí casi todas las piezas. Aún desde el aire vio que su posición para aquella batalla sería una casilla lateral, en un extremo del campo de batalla. Le hubiera gustado haber sido sacado antes del sueño de terciopelo del estuche y ocupar así una de las posiciones principales, jugando en el centro del tablero. Desde su condición de peón había pocas proezas que realizar por lo que, si al menos hubiera sido la pieza que inicia la batalla, eso le habría otorgado cierta importancia, cierto orgullo, aunque seguramente sólo apreciado por él mismo.
Se resignó a jugar un papel, ni siquiera secundario en aquella ocasión. Al menos le habían colocado en una casilla negra. No sabía  muy bien porqué le gustaban más las casillas negras.

Todos sus compañeros de juego solían preferir las blancas, con sus reflejos nacarados, y esto le hacía sentirse incómodamente diferente al resto. No podía saber de dónde venía esa preferencia pues él no conocía el embrujo de las noches de los hombres, su mezcla de terror atávico por la pérdida del sol y la trasgresión y mágica avidez de los sentidos, excitados por la falta de visión que daba la oscuridad. Aun así se sintió a gusto en aquella estrecha noche geométrica del tablero.

Tras él se revolvía un caballo y esto ya era motivo suficiente para sentirse incómodo. Aquel animal, siempre intranquilo, siempre resoplando, inquieto. Con aquellos movimientos suyos que se le antojaban anárquicos, saltando sobre las otras piezas. De repente aparecía, por los aires, relinchando. Por no hablar de cuando eras comido, qué digo comido, engullido, derribado, aplastado por él. Menos mal que se iría pronto. Claro que peor estaba su hermano de la izquierda. Tenía detrás a la pretenciosa torre, con sus ínfulas de pieza importante. Solía ser bastante más maleducada que el rey y la dama y, siempre que ellos no estaban cerca, ahuecaba la voz al hablar y miraba con desprecio al resto de las piezas. La envidia del segundón que le hacía maltratar a los de rango inferior, pensaba siempre el peón…

Vio al alfil, tan engreído como la torre con la desventaja de que ni siquiera miraba de frente cuando hablaba. Siempre taimado, ladino.
Nunca lo vieron ser franco con nadie, claro que, eso sí, todo sonrisas, todo buenas palabras condescendientes. Solía decirles:
- Ustedes, salvando las distancias, son un poco como yo ya que todos comemos en diagonal”.
 “Como él”, pensó con desprecio. “Nosotros miramos de frente, avanzamos siempre con la verdad, cara a cara, despacio pero a pecho descubierto y no retrocedemos ante nada, ¡jamás! Todos ellos, con su categoría, con su importancia, con su poder, huyendo hacia atrás cuando la cosa se pone fea. ¿Quién aguanta el tipo? ¿Quién no retrocede nunca? ¡Decir que somos como  él!”

Pensó en el rey. Tan estilizado y tan alto en su pedestal. Tan timorato. Una pieza tan importante, todos pendientes de él, todos protegiéndole, todos defendiéndole siempre. Se había convertido en un ser anodino, asustadizo, viviendo de su propio vacío, sin ideas, temiendo siempre ser destruido. ¡Bah! ¡Valiente hipocondríaco!

Volvió un poco la cabeza y vio tras las otras piezas a su dama. Esto le puso un poco melancólico. Seguro que esta partida no la tendría cerca en ningún momento.
Recordó que sus hermanos, cuando hablaban de ella, siempre criticaban su altanería, los aires de suficiencia con los que hablaba a todos, incluso al rey. Pero él la defendía siempre. Ya no era un secreto que la amaba.
Seguro que hasta ella lo sabía y por eso le trataba con más desprecio aún. Pero no podía ser de otra manera.

Ella era la dama, la que más fieramente luchaba en la partida, nada la detenía. Se deslizaba por el tableo como si volara. Ahora estaba aquí y en el movimiento siguiente podía estar al otro lado del mundo y regresar de nuevo después de herir de muerte a un adversario. ¡Era magnífica! Y por ello inalcanzable. Él lo sabía y por eso no le importaban las habladurías. Sabía que su amor era imposible pero se conformaba con sus sueños y con mirarla en el tablero. El cabello al viento, la cara radiante, los ojos fieros, despojados de cualquier atisbo de ternura pero ¡tan hermosos!

Se murmuraba que él no estaba hecho de marfil como el resto de sus compañeros de batalla. Parecía que a él lo habían modelado, hacía muchísimos años, del cuerno de un narval. Por eso todos toleraban aquellos locos sentimientos que bullían en su interior y achacaban al hecho, por todos conocido, de que las criaturas marinas siempre habían sido todas un tanto extrañas.
Distraído con estos pensamientos no se dio cuenta de que la batalla no solo había comenzado sino que llevaba ya tiempo desarrollándose y debía haber sido encarnizada. Él estaba bastante adelantado pero casi solo. Apenas quedaban piezas vivas, casi todas habían sido comidas por el contrario y yacían ordenadas en el estuche inmóviles, muertas. Toda esa fuerza arrogante de la que presumían no había servido de nada y habían sido derrotadas.

De pronto se sobresaltó. No veía a su dama. Miró en toda la extensión del tablero. No era posible, no estaba, también había caído en la batalla. Desconcertado sintió que una rabia desesperada le nacía del corazón. Nunca antes había sentido nada así. ¡No volvería a verla, no la vio en sus últimos momentos ni pudo ayudarla! –Sintió, sin comprenderlo, que la boca se le llenaba de sal. Sentía todo el océano rugir en una gran tempestad queriendo destruir la tierra entera, engullirla, borrarla del planeta y que solo las aguas fueran dueñas del mundo.
Se despreció a sí mismo por ser un simple peón, por no haber podido salvar a su dama y deseó morir. Pero hubo un deseo más fuerte que el de la destrucción y la muerte, un deseo más fuerte que la rabia que había sentido. Deseó con todo su ser que su dama viviera y en ese dolor insoportable ofreció lo único que tenía: ofreció su corazón duro de perlas y corales forjado por siglos de oleajes y tormentas.

Entonces sucedió que aquel simple peón llegó al final del tablero. Y sucedió que retumbó en las alturas una voz profunda y desafiante invocando: “dama”. Y sucedió que el peón fue izado del tablero que le mantenía vivo y en su agonía final vio a su dama volando junto a él yendo a ocupar el lugar que él abandonaba. Notaba cómo  la vida que se le escapaba a borbotones inundaba el cuerpo de ella volviéndola de nuevo radiante, hermosa, fieros de ardor y venganza sus ojos. Y sucedió que aquel simple peón, la pieza más insignificante del tablero, fue el único capaz del supremo sacrificio. Él, que no había sido derrotado en el combate, se entregó a la muerte para que su dama viviera y así fue el único que, aunque solo al final de su efímera vida, rozó con su alma la felicidad.

 

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