El árbol de los pañuelos

Manolo andaba lentamente por las calles de la ciudad. A menudo miraba atrás por si alguien le seguía. Tenía miedo de todo, de encontrarse con algún conocido, con la policía o con algún ladrón. Se encontraba mal y tenía frío. Diciembre avanzaba y pronto llegaría Navidad... ¿Qué podía hacer? En el bolsillo no tenía ni un duro, había entrado en un restaurante para ofrecerse de lavaplatos a cambio de un plato de comida, pero cuando lo vieron con el pelo sucio y la barba sin afeitar le dijeron que no lo necesitaban.
Manolo llegó a la ciudad con mucho dinero, pensó que no se le acabaría nunca y se lo gastaba sin control. No le faltaban amigos, pero cuando le vieron sin nada y medio enfermo le dieron la espalda. Cada día pensaba alguna manera para conseguir dinero de los demás. Recordaba a sus padres y hermanos. ¡Qué felices deberían estar en su pueblo! Pero él los había ignorado desde que llegó a la ciudad. ¿Lo recibirían si se lo pedía? Todo el dinero que le habían dado para que estudiara, Manolo lo había malgastado. Nunca les había enviado ni una carta.
¿Una carta? A Manolo se le ocurrió una idea: les escribiría, les diría como vivía y que dormía en la calle... Pero seguro que no lo perdonarían.
El padre de Manolo volvía rendido del campo. Ya empezaba a notar los años y se cansaba mucho. Su mujer, en la cocina, preparaba la cena. Al rato llegaron los hijos a casa.
- Papá, ha llegado esta carta para ti -dijo Cristian.
El padre se sentó, abrió la carta y empezó a leerla. A mitad de la lectura levantó los ojos y mirando hacia la cocina, quiso llamar a si mujer, pero las palabras no le salían de su boca:
- Isabel... Isabel...
Su mujer y los hijos acudieron sorprendidos para ver qué pasaba.
- ¿Qué pasa? -preguntó Isabel al ver a su marido tan agitado.
- Manolo... Esta carta es de Manolo. Léela en voz alta, Cristian.
- Queridos padres y hermanos: os pido perdón por todos los disgustos que os he dado, por el olvido que he tenido hacia vosotros, por no haber cumplido ni un solo día mi obligación de estudiante, por haber malgastado todo el dinero que me disteis para conseguir un buen futuro. Estoy enfermo, sin dinero y nadie cree en mí...
Cristian dejó de leer, miró por la ventana y vio que los árboles no tenían hojas, hacía frío y el cielo anunciaba una buena nevada.
Volvió la mirada hacia la carta y siguió la lectura:
Si vosotros me perdonáis y estáis dispuestos a acogerme, poned un pañuelo blanco en el árbol que hay entre la casa y la vía del tren. Yo pasaré la víspera de Navidad en el tren. Si veo el pañuelo en el árbol, bajaré e iré a casa. Si no, lo entenderé y continuaré el viaje.
A medida que el tren se acercaba a su pueblo, Manolo se ponía más nervioso. ¿Estaría colgado el pañuelo en el árbol? ¿Le perdonarían sus padres? ¿Y sus hermanos? Pronto lo sabría ya que antes de diez minutos el tren pararía en la estación de su pueblo. El tren pasó rápido por delante del árbol pero Manolo lo vio. ¡Estaba lleno de pañuelos blancos que sus padres y hermanos habían atado al árbol! El tren se paró. Manolo agarró su mochila y bajó de prisa.
En el andén, bien abrigados, porque estaba nevando, estaba toda la familia.
Aquella Navidad fue muy diferente en el corazón de cada uno de ellos. Habían sabido perdonar y recuperaban el hijo perdido.


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